El Día de Muertos es una celebración mexicana de origen prehispánico que honra a los difuntos el 2 de noviembre, comienza el 1 de noviembre, y coincide con las celebraciones católicas de Día de los Fieles Difuntos y Todos los Santos. Es una festividad mexicana y centroamericana, se celebra también en muchas comunidades de Estados Unidos, donde existe una gran población mexicana y centroamericana. La UNESCO ha declarado esta festividad como Patrimonio de la Humanidad. El Día de los Muertos es un día festejado también en el Brasil, como Día dos Finados.
El festival que se convirtió en el Día de Muertos era conmemorado el noveno mes del calendario solar mexica, cerca del inicio de agosto, y era celebrado durante un mes completo. Las festividades eran presididas por la diosa Mictecacíhuatl, conocida como la "Dama de la Muerte" (actualmente relacionada con "la Catrina", personaje de José Guadalupe Posada) y esposa de Mictlantecuhtli, Señor de la tierra de los muertos. Las festividades eran dedicadas a la celebración de los niños y las vidas de parientes fallecidos.
Los aires de grandeza me asfixian. Cumplido el medio siglo, ¿en qué arte podría triunfar? Ya me resigno: jamás seré una celebridad patria. Aunque, por otro lado, tengo mi casa en propiedad, agua caliente, saneamiento, nevera, cocina de gas y electricidad; tengo vehículo a motor, ropa en grandes cantidades, una despensa llena, seguro médico y posibles para viajar por el mundo varias veces al año. ¿Por qué envidiar entonces a tanto pobre desgraciado? Seguro que Cervantes, Bécquer, Quevedo, Velázquez, Goya o El Greco se cambiarían ahora por mí.
En medio de un bosque vivía un ermitaño, sin temer a las fieras que allí moraban. Es más, por concesión divina o por tratarlas continuamente, el santo varón entendía el lenguaje de las fieras y hasta podía conversar con ellas.
En una ocasión en que el ermitaño descansaba debajo de un árbol, se cobijaron allí, para pasar la noche, un cuervo, un palomo, un ciervo y una serpiente. A falta de otra cosa para hacer y con el fin de pasar el rato, empezaron a discutir sobre el origen del mal.
-El mal procede del hambre -declaró el cuervo, que fue el primero en abordar el tema-. Cuando uno come hasta hartarse, se posa en una rama, grazna todo lo que le viene en gana y las cosas se le antojan de color de rosa. Pero, amigos, si durante días no se prueba bocado, cambia la situación y ya no parece tan divertida ni tan hermosa la naturaleza. ¡Qué desasosiego! ¡Qué intranquilidad siente uno! Es imposible tener un momento de descanso. Y si vislumbro un buen pedazo de carne, me abalanzo sobre él, ciegamente. Ni palos ni piedras, ni lobos enfurecidos serían capaces de hacerme soltar la presa. ¡Cuántos perecemos como víctimas del hambre! No cabe duda de que el hambre es el origen del mal.
El palomo se creyó obligado a intervenir, apenas el cuervo hubo cerrado el pico.
-Opino que el mal no proviene del hambre, sino del amor. Si viviéramos solos, sin hembras, sobrellevaríamos las penas. Más ¡ay!, vivimos en pareja y amamos tanto a nuestra compañera que no hallamos un minuto de sosiego, siempre pensando en ella "¿Habrá comido?", nos preguntamos. "¿Tendrá bastante abrigo?" Y cuando se aleja un poco de nuestro lado, nos sentimos como perdidos y nos tortura la idea de que un gavilán la haya despedazado o de que el hombre la haya hecho prisionera. Empezamos a buscarla por doquier, con loco afán; y, a veces, corremos hacia la muerte, pereciendo entre las garras de las aves de rapiña o en las mallas de una red. Y si la compañera desaparece, uno no come ni bebe; no hace más que buscarla y llorar. ¡Cuántos mueren así entre nosotros! Ya ven que todo el mal proviene del amor, y no del hambre.
-No; el mal no viene ni del hambre ni del amor -arguyó la serpiente-. El mal viene de la ira. Si viviésemos tranquilos, si no buscásemos pendencia, entonces todo iría bien. Pero, cuando algo se arregla de modo distinto a como quisiéramos, nos arrebatamos y todo nos ofusca. Sólo pensamos en una cosa: descargar nuestra ira en el primero que encontramos. Entonces, como locos, lanzamos silbidos y nos retorcemos, tratando de morder a alguien. En tales momentos, no se tiene piedad de nadie; mordería uno a su propio padre o a su propia madre; podríamos comernos a nosotros mismos; y el furor acaba por perdernos. Sin duda alguna, todo el mal viene de la ira.
El ciervo no fue de este parecer.
-No; no es de la ira ni del amor ni del hambre de donde procede el mal, sino del miedo. Si fuera posible no sentir miedo, todo marcharía bien. Nuestras patas son ligeras para la carrera y nuestro cuerpo vigoroso. Podemos defendernos de un animal pequeño, con nuestros cuernos, y la huida nos preserva de los grandes. Pero es imposible no sentir miedo. Apenas cruje una rama en el bosque o se mueve una hoja, temblamos de terror. El corazón palpita, como si fuera a salirse del pecho, y echamos a correr. Otras veces, una liebre que pasa, un pájaro que agita las alas o una ramita que cae, nos hace creer que nos persigue una fiera; y salimos disparados, tal vez hacia el lugar del peligro. A veces, para esquivar a un perro, vamos a dar con el cazador; otras, enloquecidos de pánico, corremos sin rumbo y caemos por un precipicio, donde nos espera la muerte. Dormimos preparados para echar a correr; siempre estamos alerta, siempre llenos de terror. No hay modo de disfrutar de un poco de tranquilidad. De ahí deduzco que el origen del mal está en el miedo.
Finalmente intervino el ermitaño y dijo lo siguiente:
-No es el hambre, el amor, la ira ni el miedo, la fuente de nuestros males, sino nuestra propia naturaleza. Ella es la que engendra el hambre, el amor, la ira y el miedo.
Por fin, después de múltiples señalamientos de sus compañeros y de noches enteras de frío y de revolución esperando que le mostrara su otra cara, la luna lo miró. Desde esa noche, dejó de llamarse girasol.
En toda la zona circundante llamaban a la finca de los Lucas, «La hacienda». No se sabría decir por qué. Sin duda, los campesinos asociaban a la palabra «hacienda» una idea de riqueza y de grandeza, puesto que esta propiedad era sin lugar a dudas la más extensa, la más opulenta, la más ordenada de la comarca. El patio, inmenso, rodeado de cinco filas de magníficos árboles para proteger del intenso viento de la planicie a los manzanos compactos y delicados, contenía largos edificios cubiertos de tejas para conservar el forraje y los cereales, hermosos establos construidos en sílex, cuadras para treinta caballos, y una vivienda de ladrillo rojo que parecía un pequeño palacio. El estiércol estaba bien cuidado; los perros de guarda tenían casetas y todo un mundo de aves pululaba entre la hierba crecida. Cada mediodía, quince personas, dueños, criados y sirvientas, se sentaban en torno a la larga mesa de la cocina sobre la que humeaba la sopa en una gran fuente de loza con flores azules.
Los animales, caballos, vacas, cerdos y corderos estaban gordos, cuidados y limpios; el patrón Lucas, un hombre alto que empezaba a echar estómago, hacía su ronda tres veces al día, vigilándolo todo, pensando en todo.
Por compasión, conservaban en el fondo del establo a un viejo caballo blanco que la dueña quería alimentar hasta que le llegara su muerte natural, porque ella lo había criado, lo había tenido siempre y porque le traía muchos recuerdos. Un zagal de quince años, llamado Isidore Duval, y más sencillamente, Zidore, cuidaba de este pobre inválido, le daba durante el invierno su ración de avena y su forraje y, en verano, iba cuatro veces al día a moverlo en el lugar en que lo ataban, con el fin de que tuviera siempre hierba fresca en abundancia. El animal, casi tullido, levantaba con esfuerzo sus pesadas patas, inflamadas en las rodillas e hinchadas por encima de los cascos. Su pelo, que ya no cepillaban jamás, parecía canoso y las pestañas, muy largas, daban a sus ojos una expresión triste.
Cuando Zidore lo llevaba a pastar, tenía que tirar de la soga, pues el animal se desplazaba lentamente; y el chiquillo, encorvado, jadeante, despotricaba contra él, furioso por tener que cuidar de este viejo jamelgo. La gente de la hacienda, al ver la cólera del zagal contra Coco, se divertía hablando constantemente a Zidore del animal, para enojar al muchacho. Sus amigos le hacían bromas. En el pueblo lo llamaban Coco-Zidore.
El chaval se enfurecía, sentía nacer en él el deseo de vengarse del caballo. Era un chiquillo delgado y alto, muy sucio, de cabello pelirrojo, abundante, fuerte y erizado. Parecía retrasado, hablaba tartamudeando, con gran esfuerzo, como si las ideas no hubieran podido formarse en su espíritu tardo de bruto. Desde hacía tiempo, le sorprendía que conservaran a Coco, le sublevaba ver cómo tiraban el dinero en este animal inútil. Desde el momento en que ya no trabajaba, le parecía injusto alimentarlo, creía indignante desperdiciar así la avena, avena que costaba bastante, para este jaco paralítico. E incluso, a veces, pese a las órdenes del patrón Lucas, economizaba en el pienso del animal, no echándole nada más que la mitad de la ración, ahorrando en la paja para el lecho y en el heno. Y el odio aumentaba en su espíritu confuso de niño, un odio de campesino rapaz, de campesino solapado, brutal y cobarde.
Cuando llegó el verano, tuvo que ir a mover al animal en su cota. Estaba lejos. El zagal, cada mañana más furioso, iba con paso lento a través de los trigales. Los hombres que trabajaban las tierras, como broma le gritaban: «¡Eh! Zidore, saluda de mi parte a Coco». No respondía; pero, al pasar, partía una varilla de un seto y, tras haber cambiado de sitio la atadura del viejo animal, le azotaba los jarretes. El animal intentaba huir, cocear, escapar de los golpes, y giraba al extremo de la soga como si hubiera estado encerrado en una pista. Y el chico lo golpeaba con rabia, corriendo detrás, con saña, con los dientes apretados por la ira. Luego se marchaba lentamente, sin volverse, mientras el caballo lo miraba irse con su mirada de viejo, con las costillas salientes, sofocado por haber trotado. No volvía a bajar hacia la hierba su cabeza, huesuda y blanquecina, hasta ver desaparecer a lo lejos la blusa azul del joven campesino.
Como ahora las noches eran cálidas, dejaban que Coco durmiera fuera, allá lejos, al borde de la torrentera, detrás del bosque. Zidore era el único que iba a verlo. El chiquillo se divertía lanzándole piedras. Se sentaba a diez pasos de él, sobre un talud, y permanecía allí una media hora, lanzando de vez en cuando una piedra afilada al jaco, que estaba de pie, encadenado ante su enemigo, y mirándolo sin cesar, sin atreverse a pastar antes de que se marchara.
Pero esta idea continuaba plantada en la mente del zagal: «¿Por qué alimentar a este animal que ya no hacía nada?», le parecía que este miserable jamelgo robaba el pienso a los demás, robaba el dinero a los hombres, los bienes al buen Dios, incluso le robaba a él, Zidore, que sí trabajaba. Entonces, poco a poco, cada día el chiquillo fue disminuyendo la franja de pasto que le daba avanzando la estaca de madera en la que la soga estaba fijada. El animal ayunaba, adelgazaba, languidecía. Demasiado débil para romper su amarra, tendía la cabeza hacia la alta hierba verde y brillante, tan cercana, y cuyo olor percibía sin que pudiera alcanzarla.
Una mañana a Zidore se le ocurrió una idea: no mover más a Coco. Estaba harto de ir hasta tan lejos para atender a aquella osamenta. Pero fue, no obstante, sólo para saborear su venganza. El animal, inquieto, lo miraba. Ese día no le pegó. Dio vuelta a su alrededor, con las manos en los bolsillos. Hasta fingió cambiarlo de sitio, pero volvió a introducir la estaca exactamente en el mismo sitio, y se marchó, encantado con su ocurrencia. El caballo, viéndolo marcharse, relinchó para llamarlo; pero el zagal echó a correr dejándolo solo, completamente solo en ese valle, bien atado y sin una brizna de hierba al alcance de su quijada. Hambriento, intentó alcanzar la suculenta hierba que tocaba con la punta de sus ollares. Se puso de rodillas, estirando el cuello, alargando el belfo baboso. Fue inútil. Durante todo el día, el pobre animal se agotó realizando esfuerzos inútiles, esfuerzos terribles. El hambre lo devoraba, un hambre más horrible por la visión de todo aquel verde alimento que se extendía hasta el horizonte.
El zagal no regresó ese día. Vagabundeó por los bosques buscando nidos. Reapareció al día siguiente. Coco, extenuado, se había acostado. Pero se levantó al ver al chico esperando que, al fin, lo cambiara de lugar. Pero el pequeño campesino ni siquiera tocó el taco de madera colocado en la hierba. Se acercó, miró a animal, le lanzó un gorullo de tierra que se aplastó sobre su pelo blanco y, silbando, se marchó. El caballo permaneció de pie mientras pudo divisarlo, luego, comprendiendo que sus tentativas para alcanzar la hierba cercana serían baldías, se echó de nuevo sobre un costado y cerró los ojos.
Al día siguiente Zidore no vino. Un día después, cuando se acercó a Coco que seguía tendido, se percató de que estaba muerto. Entonces permaneció de pie, contemplándolo, satisfecho de su acción, sorprendido al mismo tiempo de que todo hubiera acabado. Lo tocó con el pie, levantó una de sus patas y la dejó caer, se sentó encima y permaneció allí, con los ojos clavados en la hierba, sin pensar en nada.
Regresó a la hacienda, pero no dijo nada de lo sucedido porque quería seguir vagabundeando a las horas en las que, normalmente, iba a cambiar de sitio al animal. Fue a verlo al día siguiente: los cuervos levantaron el vuelo cuando él se acercó. Innumerables moscas se paseaban por el cadáver y zumbaban a su alrededor.
Al volver, anunció lo ocurrido. El animal era tan viejo que nadie se sorprendió. El patrón dijo a dos criados: «Cojan las palas y hagan un agujero en el lugar donde se encuentra». Y los hombres enterraron el caballo justo en el sitio en el que había muerto de hambre. Y la hierba brotó fuerte, verde y vigorosa, nutrida por el pobre cuerpo.
Hay muchas cosas que cada uno de nosotros podemos hacer para ayudar a los animales, aquí te propongo unas cuantas:
- Si aún no lo eres, considera seriamente el ser vegetariano. - Hazte socio de un refugio/protectora o hazles un donativo, ya sea en metálico o llevándoles pienso, mantas, medicinas, etc. - Hazte voluntario de una protectora. - No compres animales en tiendas y adopta a un perro, gato o animal abandonado de un refugio. - Si no quieres adoptar, ofrécete como casa de acogida temporal de animales abandonados. - Denuncia cuando sepas de la existencia de una caso de maltrato animal. - Habla a tus amigos y familia sobre lo que les pasa a los animales. - No compres más productos de laboratorios o empresas que experimenten con animales. - No te vistas con pieles de animales. - Participa en campañas, recogidas de firmas o manifestaciones en su favor. - No asistas a corridas de toros ni las veas por televisión. - No vayas a fiestas donde se maltraten ni vejen a animales. - No vayas a los zoos ni a circos donde haya espectáculos con animales. - Educa a tus hijos en el respeto por todos los seres vivos.
La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.
Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.
-Vendo biblias -me dijo.
No sin pedantería le contesté:
-En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.
Al cabo de un silencio me contestó:
-No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.
Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.
-Será del siglo diecinueve -observé.
-No sé. No lo he sabido nunca -fue la respuesta.
Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una Biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
-Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí.
En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
-Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
-No -me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
-Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen principio ni fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.
-Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
-Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
-No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita aceptan cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
-Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
-¿Usted es religioso, sin duda?
-Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
-Y de Robbie Burns -corrigió.
Mientras hablábamos, yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:
-¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
-No. Se le ofrezco a usted -me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.
-Le propongo un canje -le dije-. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
-A black letter Wiclif! -murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.
-Trato hecho -me dijo.
Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descalabrados de Las mil y una noches.
Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. En ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.
No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía.
Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.
Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.
¡Subvertir la violencia en placer!
El orgasmo, más allá de la experiencia físico-corporal, es ícono de entrega y amor.
El apoyo, la unión, la empatía entre mujeres nos ayuda a crecer y tener la fuerza de 'todas a una'.
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(Lo que no te mata te hace más fuerte)
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La vida no te está esperando en ninguna parte, te está sucediendo. No se encuentra en el futuro como una meta que has de alcanzar, está aquí y ahora, en este mismo momento, en tu respirar, en la circulación de tu sangre, en el latir de tu corazón. Cualquier cosa que seas es tu vida y si te pones a buscar significados en otra parte, te la perderás.
El Darshan de Amma
"Sonriendo, la Divina Madre se transformó en una masa de luz radiante y se fundió en mí. Mi mente floreció y fue bañada por multitud de tonalidades luminosas de la Divinidad".
Felicidad
La felicidad no es algo que este listo para usarse.
Proviene de nuestras acciones.
Dalai Lama
Om brazee namaha
YO AHORA SOBREPASO MI TRADICION FINANCIERA FAMILIAR. Yo honro las raíces de mi familia. Yo reconozco la lucha y el sacrificio de mis padres y sus padres. En agradecimiento a todo lo que se me ha dado, yo ahora doy un salto a territorio desconocido. Yo exploro un nuevo mar de prosperidad. A partir de los logros de mi familia, supero su historia financiera y abrazo el éxito ilimitado. Gracias, Dios"
✬Bob Mandel✬
♥ La vida limpió todas las cosas que no funcionaban para mi,
ahora tengo un espacio para construir exactamente como quiero que sea mi vida,
y el poder para hacer que suceda♥
El Amor es el significado ultimado de todo lo que nos rodea. No es un simple sentimiento, es la verdad, es la alegría que está en el origen de toda creación.
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Dios concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar aquellas que si puedo, y sabiduría para reconocer la diferencia
Concha Barbero
"Normalmente la gente que ‘hace daño’ es porque no ha visto su propia luz y quiere apagar la de los demás, pensando que así brillará algo"
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cat
npag
Buganvillas/Bugambilias
”Nada en el mundo podía alejarme de ti…excepto Tú”
Ríe e inventa canciones, da las buenas noches con palabras que no existen, juega aun cuando la vida no es amable con ella. Se mece al viento al escuchar la melodía de amor de las palomas, crea campanas con monedas…
Por muy duro que sea pasará
Por muy oscuro que esté, tengo la certeza de que volverá a brillar la luz.
Acepto lo que no puedo cambiar. Ya se trate de mí mismo, de otras personas o de las circunstancias, sé que necesito armarme de paciencia. La situación puede prolongarse.
La solución que yo adopte no tiene que ser la tuya. Elijo la que me libera de mis propias expectativas y de las expectativas de los demás, de todas las ideas preconcebidas acerca de cómo deberían ser idealmente las cosas.
Me permito sentir ira y tristeza o tener miedo.Pero no estoy a merced de mis sentimientos. Les doy espacio y decido cuándo es hora de pasar a otros pensamientos y cambiar el estado de ánimo.
Asumo la responsabilidad sobre mí mismo. Nadie más determina qué es lo que yo pienso, siento y hago. Soy yo quien configura mi propia vida.
No estoy solo. Si no me obstino en esperar o en estar dispuesto a recibir ayuda de ciertas personas, permanezco abierto a ofertas inapropiadas. Poder introducir una diferencia positiva en la vida de otras personas me fortalece a mí mismo.
Sea cual sea lo que deje a mis espaldas y con independencia de lo importante que pueda ser, tengo un futuro para el que pueda prepararme interiormente. Mis expectativas determinan de algún modo lo que esté por venir.
Todo lo que he vivido es mi capital, le pertenece a mi persona y a mi vida, No repetiría voluntariamente todas las experiencias, pero tampoco quisiera prescindir de ellas, porque sin ellas yo sería otra persona. Lo que soy y la manera en que puedo cambiar está íntimamente relacionado con lo que fui (y con lo que fue).