domingo, 23 de septiembre de 2012
Lukanikos, can Griego
el inicio de la crisis en Grecia.
Este 'perro antisistema' color
canela y con cara de bonachón no se amedrenta ante los policías antidisturbios
ni ante los gases lacrimógenos y se mantiene siempre alerta para proteger a los
manifestantes. Prueba de ello son sus constantes apariciones en las fotografías
de la prensa internacional: corriendo entre el fuego, ladrando a una columna de
antidisturbios, recogiendo botes de gas lacrimógeno...
Soy una admiradora de este perro, me gustan los animales y en casa son parte de la familia, nuestros compañeros de vida; y como podemos ver en este artículo, de su sola existencia -si somos propositivos- podemos aprender.
¡Aplusos a Lukanikos!
Enlace: "Querido Tommy Torres..."
lunes, 17 de septiembre de 2012
domingo, 2 de septiembre de 2012
Un cuento de Ángeles Mastretta
De Mujeres de ojos grandes
“Cuando un hombre que está vivo te hace llorar,
hay que dejarlo.
Sólo se llora por los amantes
muertos”
Clara Obligado
La tía Daniela se enamoró como se enamoran siempre
las mujeres inteligentes: como una idiota. Lo Había visto llegar una mañana,
caminando con los hombros erguidos sobre un paso sereno y había pensado:
"Este hombre se cree Dios".
Pero
al rato de oírlo decir historias sobre mundos desconocidos y pasiones extrañas,
se enamoró de él y de sus brazos como si desde niña no hablara latín, no
supiera lógica, ni hubiera sorprendido a media ciudad copiando los juegos de
Góngora y Sor Juana como quien responde a una canción en el recreo.
Era
tan sabia que ningún hombre quería meterse con ella, por más que tuviera los
ojos de miel y una boca brillante, por más que su cuerpo acariciara la
imaginación despertando las ganas de mirarlo desnudo, por más que fuera hermosa
como la virgen del Rosario. Daba temor quererla porque algo había en su inteligencia
que sugería siempre un desprecio por el sexo opuesto y sus confusiones.
Pero
aquel hombre que no sabía nada de ella y sus libros, se le acercó como a
cualquiera. Entonces la tía Daniela lo dotó de una inteligencia deslumbrante,
una virtud de ángel y un talento de artista. Su cabeza lo miró de tantos modos
que en doce días creyó conocer a cien hombres.
Lo
quiso convencida de que Dios puede andar entre mortales, entregada hasta las
uñas a los deseos y las ocurrencias de un tipo que nunca llegó para quedarse y
jamás entendió uno solo de todos los poemas que Daniela quiso leerle para
explicar su amor.
Un
día, así como había llegado, se fue sin despedir siquiera. Y no hubo entonces
en la redonda inteligencia de la tía Daniela un solo atisbo de entender qué
había pasado.
Hipnotizada
por un dolor sin nombre ni destino se volvió la más tonta de las tontas.
Perderlo fue una larga pena como el insomnio, una vejez de siglos, el infierno.
Por
unos días de luz, por un indicio, por los ojos de hierro y súplica que le
prestó una noche, la tía Daniela enterró las ganas de estar viva y fue
perdiendo el brillo de la piel, la fuerza de las piernas, la intensidad de la
frente y las entrañas.
Se
quedó casi ciega en tres meses, una joroba le creció en la espalda, y algo le sucedió
a su termostato que a pesar de andar hasta en el rayo del sol con abrigo y
calcetines, tiritaba de frío como si viviera en el centro mismo del invierno.
La sacaban al aire como a un canario. Cerca le ponían fruta y galletas para que
picoteara, pero su madre se llevaba las cosas intactas mientras ella seguía
muda a pesar de los esfuerzos que todo el mundo hacía por distraerla.
Al
principio la invitaban a la calle para ver si mirando las palomas o viendo ir y
venir a la gente, algo de ella volvía a dar muestras de apego a la vida.
Trataron todo. Su madre se la llevó de viaje a España y la hizo entrar y salir
de todos los tablados sevillanos sin obtener de ella más que una lágrima la
noche que el cantador estuvo alegre. A la mañana siguiente le puso un telegrama
a su marido diciendo: "Empieza a mejorar, ha llorado un segundo". Se
había vuelto un árbol seco, iba para donde la llevaran y en cuanto podía se
dejaba caer en la cama como si hubiera trabajado veinticuatro horas recogiendo
algodón. Por fin las fuerzas no le alcanzaron más que para echarse en una silla
y decirle a su madre: "Te lo ruego, vámonos a casa".
Cuando
volvieron, la tía Daniela apenas podía caminar y desde entonces no quiso
levantarse. Tampoco quería bañarse, ni peinarse, ni hacer pipí. Una mañana no
pudo siquiera abrir los ojos.
-¡Está
muerta! - oyó decir a su alrededor y no encontró las fuerzas para negarlo.
Alguien
le sugirió a su madre que ese comportamiento era un chantaje, un modo de
vengarse en los otros, una pose de niña consentida que si de repente perdiera
la tranquilidad de la casa y la comida segura, se las arreglaría para mejorar
de un día para el otro. Su madre hizo el esfuerzo de abandonarla en el quicio
de la puerta de la Catedral.
La
dejaron ahí una noche con la esperanza de verla regresar al día siguiente,
hambrienta y furiosa, como había sido alguna vez. A la tercera noche la
recogieron de la puerta de la
Catedral con pulmonía y la llevaron al hospital entre
lágrimas de toda la familia.
Ahí
fue a visitarla su amiga Elidé, una joven de piel brillante que hablaba sin
tregua y que decía saber las curas del mal de amores. Pidió que la dejaran
hacerse cargo del alma y del estómago de aquella náufraga. Era una criatura
alegre y ávida. La oyeron opinar. Según ella el error en el tratamiento de su
inteligente amiga estaba en los consejos de que olvidara. Olvidar era un asunto
imposible. Lo que había que hacer era encauzarle los recuerdos, para que no la
mataran, para que la obligaran a seguir viva.
Los
padres oyeron hablar a la muchacha con la misma indiferencia que ya les
provocaba cualquier intento de curar a su hija. Daban por hecho que no serviría
de nada y sin embargo lo autorizaban como si no hubieran perdido la esperanza
que ya habían perdido.
Las
pusieron a dormir en el mismo cuarto. Siempre que alguien pasaba frente a la
puerta oía a la incansable voz de Elidé hablando del asunto con la misma
obstinación con que un médico vigila a un moribundo. No se callaba. No le daba
tregua. Un día y otro, una semana y otra.
-¿Cómo
dices que eran sus manos? - preguntaba. Si la tía Daniela no le contestaba,
Elidé volvía por otro lado.
-¿Tenía
los ojos verdes? ¿Cafés? ¿Grandes?
-Chicos
- le contestó la tía Daniela hablando por primera vez en treinta días.
-¿Chicos
y turbios?- preguntó la tía Elidé.
-
Chicos y fieros - contestó la tía Daniela y volvió a callarse otro mes.
-
Seguro que era Leo. Así son los de Leo - decía su amiga sacando un libro de
horóscopos para leerle. Decía todos los horrores que pueden caber en un Leo. -
De remate, son mentirosos. Pero no tienes que dejarte, tú eres de Tauro. Son
fuertes las mujeres de Tauro.
-
Mentiras sí que dijo - le contestó Daniela una tarde.
-¿Cuáles?
No se te vayan a olvidar. Porque el mundo no es tan grande como para que no
demos con él, y entonces le vas a recordar sus palabras. Una por una, las que
oíste y las que te hizo decir.
-No
quiero humillarme.
-El
humillado va a ser él. Si no todo es tan fácil como sembrar palabras y
largarse.
-Me
iluminaron -defendió la tía Daniela.
-
Se te nota iluminada - decía su amiga cuando llegaban a puntos así.
Al
tercer mes de hablar y hablar la hizo comer como Dios manda. Ni siquiera se dio
cuenta cómo fue. La llevó a una caminata por el jardín. Cargaba una cesta con
fruta, queso, pan, mantequilla y té. Extendió un mantel sobre el pasto, sacó
las cosas y siguió hablando mientras empezaba a comer sin ofrecerle.
-
Le gustaban las uvas - dijo la enferma.
-
Entiendo que lo extrañes.
Sí
- dijo la enferma acercándose un racimo de uvas -. Besaba regio. Y tenía suave
la piel de los hombros y la cintura.
-¿Cómo
tenía? Ya sabes - dijo la amiga como si supiera siempre lo que la torturaba.
-
No te lo voy a decir - contestó riéndose por primera vez en meses. Luego comió
queso y té, pan y mantequilla.
-
¿Rico? - le preguntó Elidé.
-
Sí - le contestó la enferma empezando a ser ella.
Una
noche bajaron a cenar. La tía Daniela con un vestido nuevo y el pelo brillante
y limpio, libre por fin de la trenza polvorosa que no se había peinado en mucho
tiempo.
Veinte
días después ella y su amiga habían repasado los recuerdos de arriba para abajo
hasta convertirlos en trivia. Todo lo que había tratado de olvidar la tía
Daniela forzándose a no pensarlo, se le volvió indigno de recuerdo después de
repetirlo muchas veces. Castigó su buen juicio oyéndose contar una tras otra
las ciento veinte mil tonterías que la había hecho feliz y desgraciada.
-
Ya no quiero ni vengarme - le dijo una mañana a Elidé -. Estoy aburridísima del
tema.
-
¿Cómo? No te pongas inteligente - dijo Elidé-. Éste ha sido todo el tiempo un
asunto de razón menguada. ¿Lo vas convertir en algo lúcido? No lo eches a
perder. Nos falta lo mejor. Nos falta buscar al hombre en Europa y África, en
Sudamérica y la India,
nos falta
encontrarlo
y hacer un escándalo que justifique nuestros viajes. Nos falta conocer la
galería Pitti, ver Florencia, enamorarnos en Venecia, echar una moneda en la
fuente de Trevi. ¿Nos vamos a perseguir a ese hombre que te enamoró como a una
imbécil y luego se fue?
Habían
planeado viajar por el mundo en busca del culpable y eso de que la venganza ya
no fuera trascendente en la cura de su amiga tenía devastada a Elidé. Iban a
perderse la India
y Marruecos, Bolivia y el Congo, Viena y sobre todo Italia. Nunca pensó que
podría convertirla en un ser racional después de haberla visto paralizada y
casi loca hacía cuatro meses.
-
Tenemos que ir a buscarlo. No te vuelvas inteligente antes de tiempo - le
decía.
-
Llegó ayer - le contestó la tía Daniela un mediodía.
-
¿Cómo sabes?
-
Lo vi. Tocó en el balcón como antes.
-
¿Y qué sentiste?
-
Nada.
-¿Y
qué te dijo?
-
Todo.
-
¿Y qué le contestaste?
-
Cerré.
-¿Y
ahora? - preguntó la terapista.
-
Ahora sí nos vamos a Italia: los ausentes siempre se equivocan.
Y
se fueron a Italia por la voz del Dante: "Piovverà dentro a l'alta
fantasía."
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